La noche de San Juan

1. La noche de San Juan 

Es una noche de verano y hace calor. Las calles del centro están vacías. Pero desde uno de los barrios más tradicionales se escucha música que llega a casi toda la ciudad. Es el bullicio que producen buena parte de los vecinos reunidos a lo largo de la calle de San Juan, junto a la Parroquia de San Juan Bautista. Es 24 de junio de 2015. Es la noche de San Juan y son casi las doce de la noche. 

El ayuntamiento ha retomado este año la vieja tradición de levantar un monumento para prenderle fuego la noche del día más largo del año. Por eso se ha plantado una figura en la plaza, para hacerla arder en la media noche del día 24, y para verla han acudido casi todos los vecinos de la ciudad. 

El grupo de amigos de David se dirige ahora hacia allí. Y, como a casi todos los eventos, los cuatro llegan tarde. Hace una hora que tenían que haber llegado, para dar una vuelta por el barrio y hacerse unas fotos con la hoguera. Pero Ana se ha retrasado buscando el último regalo que le hizo David y ahora van con el tiempo justo, con apenas treinta minutos para ver la cremà. Qué irónico, vuelve a pensar Ana, que el último regalo de su amor fuese precisamente un colgante con la llave de la vida. 

—Fran, —dice Berna— ¿y dices que hoy es el día más corto del año? 
—Je, je —dice su amigo mirando a una de las chicas— ¿otra vez con eso? 
—Déjalo en paz, Berna. ¡Que no te enteras! —le dice Sofia—. Es imposible que la gente entienda que el día más largo del año, el solsticio de verano, en el hemisferio norte en realidad tiene lugar en torno al 20 o 21 de junio. Y que la noche del día 24 en realidad comienza con el final del día 23, no con el inicio del día 25. Pero la fiesta es la fiesta. Y la gente quiere fiesta, música y fuegos artificiales. Así que a nadie le importa la mecánica de las estaciones, ni la astronomía, ni cuándo tiene lugar realmente el solsticio, ni sus vinculaciones con los orígenes paganos o precristianos de la tradición purificadora del fuego, ni el simbolismo del fuego con el renacer del alma o de las personas... 
—Ja, ja, ja –Fran y Berna se ríen al unísono. 
—Estaba tardando en hablar la antropóloga —bromea Fran. 
—¡Qué graciosos los dos! —dice Ana a su amiga—. No les hagas ni caso. 
—Sí, sí –dice Sofia—. Estos dos tienen mucha guasa y son muy machitos. Pero como se enteren de que los edificios de culto se erigían tradicionalmente en lugares mágicos o de protección contra demonios, no duermen… 
—Por suerte la hoguera la han plantado en la puerta de una iglesia... 
—…que antes fue una mezquita, que seguramente antes fue un santuario ibero, o de los pobladores anteriores... 
—¡Ay, Sofia! Al final van a tener razón los chicos. Déjalo ya… Una cosa, chicos —les dice Ana—: si nos separamos, nos vemos en la puerta del arco de la entrada al Raval.

Siguen las risas. Van todos juntos. Casi todos. Como antes. Como siempre, porque se lo deben a su amigo. Entre bromas y risas llegan junto a la iglesia. Sobre una multitud de voces y cabezas se ve una enorme figura de cartón piedra en medio del descampado. Alrededor del monumento varios cientos de personas lo rodean formando círculos concéntricos, caminando en ambos sentidos al mismo tiempo, recreando sin saberlo un ritual perdido en el tiempo. Los amigos de David se miran y sonríen de nuevo. Los chicos y Sofia se suman al movimiento de todos esos desconocidos, e intentan avanzar hasta el primero de los círculos, el más cercano a la figura que pronto comenzará a arder. 

A Ana nunca le han gustado las aglomeraciones. Se separa del grupo y se dirige al arco donde ha quedado en encontrarse con ellos. No quiere que sus amigos se preocupen por ella y se aleja sin decirles nada. A la hora señalada, entre la música, las voces y los petardos, disparan una potente traca en la plaza, al otro lado del arco. Una densa humareda con olor a pólvora alfombra la calle empedrada y asciende desde el suelo hasta casi alcanzar la clave. Con los ojos irritados por la pólvora y un pitido sordo retumbando en sus oídos, Ana atraviesa el arco. 

2. La diosa 
Cualquiera diría que estamos a finales de junio, piensa Ana frotándose los brazos entre el humo. La temperatura ha descendido tanto que Ana exhala vapor al respirar. 

Ana está al otro lado del arco. Ella piensa que en la plaza del Raval. Se gira e intenta vislumbrar entre el humo los soportarles y el edificio del Museo de Arte Contemporáneo que han quedado atrás a su espalda. Pero no consigue ver ni oír nada por el humo y por el fuerte estruendo que le ha tapado los oídos. El humo, que ya no huele a pólvora, se ha convertido en una especie de niebla y apenas puede ver más allá de unos pocos centímetros de distancia. 

Ana agita las manos intentando dispersarlo. No puede ser niebla, piensa. ¿Y la gente, dónde está la gente? ¿Por qué no oigo a nadie? Le gustaría correr, pero apenas puede ver más allá de sus brazos. Agitando los brazos, sus manos tropiezan con algo duro, frío. Ana teme perder el equilibrio y se sujeta a aquello con fuerza. En ese momento la niebla se disipa un poco y Ana descubre que se encuentra cara a cara frente a un toro. Un enorme toro negro con los cuernos apuntando al cielo, y sus manos están sujetando a la bestia por la cornamenta. No le suelta. Los dos se miran fijamente. Los ojos del astado penetrando en el alma de ella, los de ella mirando el brillo de sus aceitunas negras. No corre. No grita. No tiene miedo. Ninguno de los dos. El animal la mira. La huele, resopla y aparta la mirada. Como si quisiera cederle el paso, simplemente retrocede y se marcha. La deja pasar. 

Ana, que ya ha soltado los cuernos, mira sus manos, intentando razonar qué acaba de ocurrir. Le sigue con la mirada mientras se aleja. El toro desaparece entre la niebla. Ana comienza a caminar hacia ningún lugar sin tener conciencia del tiempo. Mientras, sus sentidos poco a poco se normalizan. Su oído se recupera del sonido de los petardos, sus ojos del humo, su olfato de la pólvora… El aire, piensa Ana: el aire ahora es diferente. Toma conciencia entonces de que el aire se ha vuelto fresco, con un intenso aroma muy floral, intenso, exótico. Podría ser almizcle o tal vez pachuli, piensa. La niebla desaparece también. 

Por primera vez puede ver que hay un sendero adoquinado en el suelo y a los lados del camino dos grandes estanques, llenos de flores rosas, de tallo alto y muy olorosas. Flores grandes, más grandes que su mano y múltiples pétalos cóncavos. Ana sabe bien qué flores son. Son flores de loto. Avanza por el sendero, un camino sin fin que atraviesa todo el estanque. Y observa como quedan atrás pequeñas piedras elevadas con marcas grabadas. Estelas marcadas con imágenes de una palma, la luna creciente, el caduceo: dos serpientes enfrentadas que ascienden por una vara coronada por dos alas. Ana reconoce el símbolo y recuerda cómo su amiga le enseñó que no debía confundirlo con la vara de Escolapio, el símbolo de los médicos. Después de toda una tarde hablando de ello, Ana es capaz de reconocer sin lugar a dudas el caduceo: el símbolo del heraldo de los dioses romanos. El símbolo de la diosa fenicia Tanit. 

El cielo, que no tiene Sol sino la Luna en cuarto creciente, de pronto se oscurece. Y cuando Ana mira hacia arriba para ver qué ocurre, descubre a una mujer de pie sobre su cabeza que, batiendo sus alas, desciende lentamente hasta donde está ella. La mujer alada, que viste una túnica púrpura, una gran diadema y un collar de enormes cuentas en el cuello, se coloca frente a Ana, sin tocar el suelo. Se miran. No cruzan palabra. Ana piensa que no sabe por qué no le tiene miedo. La diosa, porque solo puede tratarse de una diosa, estudia a Ana de arriba a abajo. Ladea su cabeza a uno y otro lado y levanta la barbilla. La rodea flotando en el aire, y cuando vuelve a estar frente a ella, la mira profundamente a los ojos. La mira como si quisiera ver más allá de sus pensamientos y recuerdos. Por fin se acerca a Ana y sostiene con su mano un momento el colgante que pende de su cuello: la cruz egipcia o llave de la vida. Lo mira unos segundos y asiente lentamente con la cabeza. Y alargando el brazo hacia el lago, vuelve a mirarla con una mirada dulce, tierna, como si fuese su mejor amiga entendiendo su dolor. 

Ana sigue con la mirada el brazo extendido y piensa que está llamando a alguien. Y de pronto, entre las hojas del inmenso jardín de loto, surge David, su amado David, y comienza a caminar hacia ellas. Ana le mira. Le observa cómo avanza entre las flores hacia ellas, y se pregunta por qué no se sorprende. La mujer le sonríe un instante. La niebla vuelve a cubrir todo el estanque. 

3. El Fuego 
El humo otra vez huele a pólvora. Y otra vez le escuecen los ojos. Una traca parece que explota a sus pies y Ana sale corriendo. De nuevo está al otro lado del arco del Raval, con la gente, las risas y los gritos. El fuego está consumiendo la hoguera y la gente baila y bebe a su alrededor. Ana sonríe y no puede evitar que resbale una lágrima por su mejilla al pensar en lo ocurrido. La limpia rápido con sus manos, justo a tiempo antes de que lleguen sus amigos y la encuentren junto al arco. 

—¡A buenas horas! —le dice Sofia cuando la ve. 
—Ya me conocéis. Odio las aglomeraciones. 
—Vamos —dice Fran—. Os lo estáis perdiendo, se ha roto un barril de vino y están dando vasos gratis… 
—¿Una libación? —dice David apareciendo detrás de Ana, entre el humo que todavía sale del arco. 
—Ja, ja, ja —se ríe Sofia—. No pienso contaros nada más… 

David coge a Ana de la mano y la besa en la mejilla. 
—¿Vamos? —le dice. 
Ana le mira. Mira a sus amigos y no entiende bien por qué hace media hora el amor de su vida llevaba casi un mes muerto, y ahora nadie se pregunta qué hace allí en medio, entre todos ellos. Pero no le importa, le da igual. No quiere saberlo. Le coge de la mano, le sonríe, y se aprieta junto a su brazo. Los cinco amigos se mezclan entre la gente, bailando y riendo, mientras ven cómo termina de quemarse la hoguera de un gran toro negro.

Hoguera Toro rodeada por la gente. San Juan


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