El mosquito

Quinto entró a la casa y fue recorriendo las habitaciones. El salón, un dormitorio, un baño, otro dormitorio... Todo estaba en su sitio. Las habitaciones vacías. 
Cogió una migas para comer y unas gotas de agua y decidió tumbarse en la alfombra junto al sofá mirando el cuadro negro que tenía frente a él. No tenía ganas de trepar hasta el sofá. Miró a su alrededor y pensó que lo difícil era siempre elegir. ¿Por qué había tantos lugares que visitar? ¿Por qué tantas casas en las que poder vivir? ¿Por qué tantos recursos repartidos de forma tan dispersa? Dos palabras acudían entonces a su mente: libre albedrío. Se levantó y fue hasta el primer dormitorio que encontró.
Pasaron horas hasta que se despertó en mitad de la noche. Se acurrucó primero donde estaba, y abrió los ojos intentando acostumbrarse a la oscuridad. Había soñado con un suculento plato calentito, de esos que llenan el estómago y te permiten dormir de un tirón toda la noche. Recorrió con la vista la habitación y vio que seguía vacía. Ya no tenía sueño. El hambre le pinchaba la tripa. 
Entonces lo oyó. En el silencio de la noche escuchó su sonido característico. No podía creerlo. La sombra se acercó sobre él. Quinto se quedó inmóvil junto a la almohada, no quería llamar su atención. Era imposible que tuviese tanta suerte. Se había vuelto a colar en la casa de otro zancudo. Su padre siempre se lo había dicho así: si zumba sus alas como un mosquito, es que es un mosquito. Con disimulo y sumo cuidado, Quinto se deslizó bajo la cama y corrió al rincón junto a la puerta. Se limpió el sudor con su camiseta, hizo una bola con ella y la dejó detrás de la puerta. Luego corrió a esconderse en el otro lado de la habitación bajo las cortinas de la ventana. El zumbido cubrió la habitación y el bicho se tumbó en la cama. El joven esperó donde estaba, agazapado un buen rato todavía sin moverse, aguardando que el mosquito se durmiese. Al cabo de varias horas, pensó que era el momento.
Quintó corrió rápido dibujando una gran zeta por el suelo, dio un gran salto y se subió hasta el colchón. Trepó con cuidado hasta llegar arriba. Por suerte, las arrugas que el mosquito provocaba con su peso al estar echado sobre ese lado del colchón le servían casi de escalones perfectos para subir hasta su objetivo. Pero no podía confiarse. Sabía de muchos amigos y familiares que se habían caído al suelo mientras escalaban las camas de sus zancudos. Muchos de ellos se habían roto las piernas al caer al suelo, y otros muchos nunca pudieron contarlo. Claro que ninguno de ellos era como su tío, el americano. 
Su tío Nida siempre contaba en todas las reuniones familiares aquella vez que en un hotel escaló un colchón americano, y que cuando el moyato le sorprendió, se tuvo que escapar tan rápido que saltó desde el colchón, con arcón incluido, hasta el suelo sin torcerse un tobillo. Todos nos reíamos a carcajadas con aquella anécdota, porque el tío Nida era muy gracioso contándola aunque sabía que todos la conocíamos. Pero siempre era divertido escuchar cómo la contaba, y por eso le llamaban el americano. Pero luego nos mirábamos entre nosotros y fingíamos que no le veíamos cojear. Pero nadie se lo decía. Y él se daba cuenta, pero nos guiñaba un ojo, y volvía a contar otra vez la misma historia.

Quintó ya podía ver al mosquito echado, las patas medias enlazadas con las posteriores. Quinto se encontraba ante un momento crítico que debía evaluar con calma e inteligencia. Por eso decidió arrastrarse sobre las sábanas para acercarse hasta las patas y frotarse con ellas para impregnarse de su olor. De esa forma sería muy difícil que el mosquito le siguiera la pista. Luego dio un salto y se sentó sobre una de las patas traseras del moyote. Los mosquitos, como todo el mundo sabe, tienen seis patas: cuatro traseras, y dos delanteras. Pero algo debió sentir el zancudo con el salto, porque movió sus cuatro patas traseras y le hizo perder el equilibrio. Quinto cayó sobre la cama. 
El mosquito por suerte seguía dormido. Giró sobre sí y en medio de su duermevela, arrastró la sábana hasta cubrirse el antepronoto, lo que es el cuello de las personas.
El joven esperó de nuevo. Avanzó con sigilo hasta las patas anteriores y subió a una de ellas. Esta vez el mosquito no sintió nada, y Quinto pudo hincarle el diente al insecto. 
El zancudo debió notar entonces la dentadura de Quinto y una pata trasera golpeó con fuerza la delantera. El joven cayó de nuevo sobre la cama, esta vez con la boca llena de carne de mosquito. Quinto, en parte satisfecho por su logro, se fue corriendo a esconderse bajo la almohada. 
El zancudo por su parte, había oído al joven en su carrera por el cabecero de la cama, y pensando que estaba sobre su cabeza, el muy tonto se dio un buen bofetón sobre su larga boca picuda. Fue tan grande el tortazo que se escuchó en toda la habitación.
Quinto al oírlo, no pudo evitar reírse aunque tenía la boca llena. Y el mosquito, despierto por su manotazo, y escuchando las risas de Quinto, se incorporó y encendió las luces del dormitorio. El zancudo se levantó y empezó a rondar la habitación. Estaba tan enfadado que gritaba maldiciendo mientras revoloteaba en círculos. El zumbido de sus alas era tan grande que debía escucharse en todo el edificio.
Quinto como estaba escondido bajo la almohada, era imposible que el mosquito detectara su huella térmica. Porque aunque los mosquitos cuentan con dos ojos compuestos, formados por miles de omatidios, que les permiten ver aunque con mucho grano y una resolución menor a la visión humana, en realidad se sirven del olfato para seguir el rastro de quiénes les molestan. Porque los mosquitos buscan a sus víctimas por el olor y el calor corporal que estos emiten. Así que el zancudo todavía podía olerle y escucharle a través de sus antenas. Quintó escuchó con claridad como el zumbido de sus alas se alejaba de la cama y es volvía más intenso en un punto de la habitación, y Quinto aprovechó para asomar la cabeza desde detrás de la almohada.
El mosquito estaba junto a la puerta oliendo allí donde Quinto había dejado su camiseta llena de sudor. Ese era un buen truco que todos los jóvenes aprendían en sus inicios como comedores de mosquitos. 
El zancudo estiró la camisetas con sus patas, y al entender el engaño maldijo algunas palabras. Luego revoloteó otro poco por la habitación y al final apagó la luz y volvió a acostarse.
Quinto con la tripa llena, se echó también una buena siesta. La noche todavía no había terminado.

Pocas horas después, el hambre volvió a despertar a Quinto. Dio un gran bostezo, se estiró como todos hacemos al despertar y se encaminó hacia la cabeza del insecto.
El mosquito, que llevaba una mala noche porque apenas había conciliado el sueño le oyó llegar en seguida. Apenas Quinto empezó a correr por su oreja, porque junto a esa zona de la cara el bocado es más sabroso, el zancudo empezó a revolverse y a darse más manotazos en toda la jeta. Un bofetón. Y otro. Y otro más. 
Jajaja, eso era casi más divertido que darle un buen bocado, pensaba Quinto. El mosquito ya no dormía. Quinto lo sabía bien. Pero le faltaba un bocado para sentirse satisfecho. Así que esperó unos minutos y se lanzó a morder junto al pico pinchudo. Y esta vez, con mucho sigilo, aprovechando que se había impregnado del olor del zancudo, pudo acercarse hasta su gran pico lejos del olfato y el oído de las antenas, y allí le propinó un gran mordisco. 
El mosquito se incorporó otra vez golpeándose con torpeza la cara. 
Y Quinto le oía maldecir de nuevo, y el zancudo encendía la luz e iba directo a mirarse frente al espejo que había junto a la cama. ¡Menudo bocado le había hincado! Quinto corría tanto como reía, y lo último que vio antes de salir de la habitación, fue al mosquito quejándose mientras miraba en el espejo el bocado recibido, y se aplicaba una crema antimordiscos. ¡Puaj, eso sí que era repugnante!
Ahora sí, Quinto tenía suficiente.
Al menos, por esta noche.

Mosquito




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