La primera letra

La cuarentena sorprendió a Eli en la antigua casa que su familia tenía en el campo. Una casa que su abuelo había utilizado durante algún tiempo para aislarse y escribir sus libros, antes de que desapareciese. Pero de eso hacía años y desde entonces, se había convertido en un punto de encuentro y relax para sus familiares y descendientes.
Con su pozo de agua potable, latas de conservas, sacos de legumbres y cereales, leche, frutos secos... la casa disponía de recursos suficientes para una cuarentena de al menos 20 personas, asegurada por otra parte, por una pequeña huerta y algunos árboles frutales que rodeaban la finca.
Pero nadie esperaba que el tiempo empeorase. Empezó a llover con fuerza y los planes de Eli de dedicarse al huerto se fueron al traste. 
Entorno a una manta de felpa, y una taza bien caliente de té, Eli se quedó en el sofá escuchando el repiqueteo rítmico de las gotas de la tormenta cayendo sobre la antigua techumbre de la casa. Una hora. Dos horas. Se cortó el suministro eléctrico y se puso en marcha el generador de emergencia. No le iba a faltar energía, pero no era buena idea desperdiciar recursos con la televisión, el wifi o el portátil. Encendió la chimenea y puso su móvil a cargar en silencio. Como en los días de su infancia, en los que visitaba aquella casa y a su abuelo, entonces solo podía leer y esperar que pasase la tormenta. Miró la biblioteca de su abuelo, con todos los libros que él había escrito entre aquellas paredes y le echó de menos. No le apetecía leer aquella noche y tampoco quería dormir tan pronto. Se recostó en el sofá y se quedó mirando las sombras que el fuego dibujaba en el techo. Apenas había pasado otra hora, cuando empezaron a ordenarse las palabras en su mente.
Recordó, igual que otras veces en el pasado, que necesitaba que saliesen de su cabeza. Necesitaba escribir.
Fue a la cocina y cogió el bolígrafo y el cuaderno que había sobre la encimera, para comprobar que su tinta se había secado. Abrió entonces los cajones de los cubiertos buscando otro boli sin éxito, y volvió al salón. Allí, junto a la mesa con la vieja Olivetti, había algunos juegos de mesa. Abrió las cajas del Cluedo, un Bingo y el Pictionary. Y no tuvo más suerte al encontrar junto a los recambios de la máquina de escribir, una cera amarilla que no se distinguía sobre el papel blanco, un lápiz sin punta, un rotulador seco y otro bolígrafo al que se le había salido la tinta.
Subió a las habitaciones y encontró una carpeta con folios. Nada más. Los cogió y volvió al salón. Allí decidió recoger las cajas de los juegos que había dejado por el suelo. Y al dejarlos en su sitio vio lo que había tenido delante de sus ojos todo el tiempo: la antigua Olivetti de su abuelo.
La cogió y la puso sobre la mesa del salón, y ¡madre mía, cómo pesaba! Cambió el carrete de la cinta de tinta y se sentó frente a la máquina, junto a la caja de folios y los otros recambios de cinta. Luego zarandeó suavemente la máquina hasta que quedó perfectamente alineada con sus brazos. Metió una hoja de papel en el rodillo y giró la perilla hasta que el extremo del papel se asomó unos centímetros por detrás de la cinta bicolor. Empujó el carro hasta el final de su recorrido. Ajustó el marginador. Y por último, colocó las manos sobre las teclas y miró el teclado.
Casi con miedo pulsó una tecla. O más bien, primero solo lo intentó sin éxito. Aplicó entonces más fuerza y la tecla se movió hacia abajo. Al mismo tiempo un brazo se movió, se escuchó un fuerte "clac" y el brazo articulado estampó la letra correspondiente sobre el papel. Pulsó otra tecla y se repitió el mismo movimiento. El brazo se proyectó con fuerza, estampó su marca sobre el papel y retrocedió a su lugar de reposo. Luego pulsó otra tecla, y luego otra más.
El baile de letras se detuvo al completar la primer línea, cuando el carro llegó al final de su recorrido e hizo sonar la campana de salto de línea. Eli adelantó su mano izquierda para accionar la palanca, reponer el carro en su posición y desplazar el papel hacia arriba, pero se detuvo al momento. Su cuerpo quedó paralizado, congelado ante la visión de lo que había surgido sobre la mesa: una extraña criatura que observaba sonriente.
―Me has despertado― dijo con una fuerte voz nasal sin dejar de sonreír.
Eli permaneció en silencio. Aunque mantenía la boca abierta de estupor y sorpresa, el miedo había sellado sus labios. No podía emitir palabra. Eli miraba fijamente una especie de enano sonrojado, sin camisa, y vestido únicamente con unos pantalones cortos verdes. Se había sentado sobre la mesa y ahora le veía la planta de los pies, llenas de cortes y cubiertas por ramas y hojas.
―Y llevo mal eso de despertar aunque hayan pasado... ¿cuánto? ¿cincuenta? ¿cien años?―dijo de nuevo la criatura.
Eli miró a su alrededor. Le asaltaba la esperanza de que todo fuese un sueño y esperaba despertar cuanto antes. 
―¡Mírame! ―gritó el enano― ¡Llevo demasiado en este mundo para que me sigan ignorando cada vez que me despiertan!
―¿Qué es esto? ¿Quién eres? ¿Qué es lo que quieres?―consiguió murmurar Eli, a punto de entrar en un ataque de pánico.
―Va a resultar que me ha despertado la criatura más estúpida del universo...
―No sé qué es todo esto... ―comenzó a murmurar Eli― yo no quería molestarte...
―¡Ya lo había olvidado! Ahora vienen las disculpas... ¡Maldito ser estúpido! ¡Es sencillo: has metido una hoja en la máquina, has pulsado sus teclas y has hecho sonar campana...! ¡Has empezado una historia! Y ahora tienes que terminar lo que has empezado. ¿Es tan difícil de entender?
―¿Qué? ¿De qué estás hablando? Yo solo quería escribir unas líneas...
―Me importa una esquirla de uña de ratón lo que tú quieras, ser inepto. Yo no he escrito estas normas. Solo soy el Guardián de la máquina de las letras. Yo solo ―dijo marcando cada letravigilo que aquel que escribe en mi máquina termine el relato que empieza.
―Esto es una sueño. Tiene que ser una pesadilla... ―Eli intentó levantarse, pero algo ataba su cuerpo a la silla― ¿qué me pasa? ¿no puedo moverme?
―¡Ah, sí! Siempre se me olvida esa parte... Verás: no puedes levantarte hasta que termines de escribir. Y el tiempo, ¿por qué es tan importante para vosotros los humanos el tiempo? ¡Bah! Me importa una esquirla de uña de un de ratón: puedes tomarte el tiempo que quieras. No podrás levantarte hasta terminar tu historia... o desaparecerás.
―¿Qué? No entiendo...
―Para ser exactos la máquina absorberá tu alma y tu cuerpo bagará por el inframundo... 
―No entiendo...
¡Y ahora escribe! ¡Escribe de una vez maldita sea! ¡Solo importa la primera letra! ¡La primer letra es la más importante!―gritó el enano al tiempo que la sombra que proyectaba sobre la pared crecía hasta llenar toda la habitación. ¡Escribe, escribe, escribe!
Eli miró sus manos temblorosas mientras el enano seguía gritando sin parar, cada vez más furioso y cada vez su sombra más grandes sobre la pared. Y de pronto vio cómo sus manos empezaban a transparentarse. Literalmente su cuerpo se estaba deshaciendo. Se consumía. O, como el enano había dicho, era absorbido por la máquina de escribir.
Quería gritar, salir corriendo. Pero pulsó una tecla. El enano entonces se calló y sonrió. Eli pulsó otra tecla y el enano se empezó a deshinchar, a hacerse cada vez más pequeño. Eli siguió pulsando letras y comprendió que con cada letra el enano recuperaba su tamaño de pequeño duende feo y rechoncho sobre la mesa.
Otra tecla. Y otra. Y otra más. Escribió primero letras, luego palabras, luego frases. Nada tenía sentido en su mente. Pero sus manos no paraban sobre las teclas, pulsando una tras otra, casi al mismo ritmo que las gotas de lluvia que rompían sobre la casa. 
Ajustó cada hoja en cada cambio de papel, y oyó sonar la campanilla del final de línea un centenar de millares de veces. Cambió dos veces la cinta de tinta. Y siguió pulsando letras. Una tras otra, recorrió todo el teclado, pulsando letras, tildes, puntos y comas, guiones y números. Con el punto y final agotó el último de los folios de la caja junto a la máquina. Y de pronto ya no llovía. Se había hecho de día y entraba la luz del sol por la ventana. La chimenea se había apagado. Eli giró la perilla que ajustaba el papel en el carro y sacó la última hoja de su historia. Había escrito su primer libro.
Sonrió. El duende ya no estaba. En algún momento había desaparecido y ni siquiera se había dado cuenta de su ausencia. Respiró con satisfacción. Ya podía levantarse. Estiró sus brazos por encima de la máquina y retorció sus sus dedos para estirarlos.
Se levantó y miró a su alrededor. Parecía que hacía un día estupendo. Fue hacia la cocina y preparó la cafetera. Accionó el tostador y encendió la radio. Luego fue hacia su móvil y comprobó que tenía 522 mensajes sin leer. Mientras entraba en la app escuchó que empezaban las noticias en la radio.
Los tertulianos de la radio se felicitaban porque había concluido la cuarentena. Eli había estado 28 días escribiendo sin parar. 
Había completado su primer libro en el mismo tiempo que su abuelo había escrito su primera novela. Eli apagó la radio. Miró a su alrededor y tomó el café entre sus manos pensando en lo que había ocurrido aquella noche. Su abuelo había escrito más de treinta libros en aquella casa, todos superventas, antes de desaparecer.

Máquina de escribir Olivetti M20 - by User of flickr Patrik Tschudin / CC BY
Olivetti M20

Comentarios