El mayor invento de la humanidad

Apuró el vaso de un trago antes de la última lazada de la corbata y lo dejó junto al lavabo. Ya habría tiempo de continuar la celebración después de la presentación a la prensa, y no quería emborracharse antes de lo necesario. Estiró los brazos para ajustar los puños de la camisa con los gemelos y curvó la espalda sintiendo la seda. El tacto frío y resbaladizo le puso los pelos de punta. Casi al mismo tiempo llamaron a la puerta. Miró el reloj. Casi era la hora. Caminó hasta la entrada y abrió. Ambos sonrieron al verse y se dieron un abrazo. Sobraban las palabras.

Él se dirigió de nuevo al cuarto de baño pero no llegó a entrar. Lo vio todo por el espejo. Todo ocurrió en apenas unas centésimas de segundo. El mundo se volvió rojo ante sus ojos. Creyó sentir cierto calor en el pecho y se arquearon sus rodillas. Tampoco pudo oír nada porque el disparo fue subsónico. Instintivamente sus ojos ensangrentados miraron hacía el reflejo para intuir el sutil fogonazo y así imaginar, porque tampoco pudo verlo, cómo en su mano brillaba un arma, y de su cañón humeaba un hilo de vapor producido por el haz de láser que acababa de disparar hacia su corazón. La luz pulsada había recorrido la distancia casi a la velocidad más rápida del universo y le había atravesado. No tuvo tiempo para comprenderlo. Ni siquiera para fruncir el ceño y preguntar porqué.

Su vida. Para él no había sido complicada. Había sido justo el tipo que siempre había querido. Justamente un bicho raro. Nunca le gustaron las normas establecidas. Pero siempre tuvo tiempo para sus cosas y sus amigos. Creció como un joven curioso que se pasaba los días desmontando los cachivaches que encontraba para comprender cómo funcionaban y cómo podía explicarlo a todo el mundo. Le gustaba comprender lo que le rodeaba y compartir y difundir todo lo que aprendía.

Pronto se le quedó pequeño su barrio y su canal de Youtube, y junto a su mejor amigo diseñó su propio circuito de transmisión de vídeo casero para emitir simultáneamente en todas las redes sociales y de televisión. Luego odió aquella ocurrencia. No porque la policía le hubiese detenido aquella noche, sino porque de aquella tontería le llegó su primer contrato y un cheque para desarrollar algo mejor. Cualquier cosa le dijeron, y anularon la denuncia.

Pero no les siguió el juego. No hizo nada. Odiaba que le dijesen qué tenía que hacer, en qué tenía que gastar su tiempo. Se bebió el cheque en pocos meses junto a su mejor amigo y volvió a sus cosas. Sus cosas eran cualquier idea que nadie le impusiese. Le interesaba todo: sistemas de microondas de comunicación, codificación de ADN, investigación espacial o desarrollo de motores más eficientes. Se sentía rebelde con las normas, pero comprometido con el medio ambiente, el mundo y la humanidad. Era joven.

Entonces se apartó de todo. Dejó de publicar los planos de sus inventos y sus proyectos y desapareció. Nadie sabía dónde estaba, a qué se dedicaba. Muchos lo dieron por muerto. Otra joven mente malgastada y ahogada en bares y clubes de carretera. Se olvidaron de que existía.
Pasaron los años. Casi cuarenta años. Y lo logró esta vez en solitario. Anunció que al cabo de una semana presentaría al mundo el mayor invento de la humanidad desde el descubrimiento del fuego, la rueda o la electricidad. Quería revelar su invento a toda la humanidad al mismo tiempo para que no hubiesen dueños ni patentes. Nadie debía poseer el último invento de todos los tiempos.
Concedió una semana de plazo a todas las cadenas de televisión del mundo para que se sumaran a su difusión. Pero el rumor se filtró y en los días siguientes no pudo salir de su hotel. La televisión y la prensa científica se peleaban por entrevistarlo. La propia NASA le pidió la exclusividad de su invento. Científicos y políticos le aseguraron que ganaría el premio Nobel. Y numerosas llamadas le prometieron un cheque que jamás se podría beber.
Pero no le interesaba nada de eso. Había inventado el teletransporte y quería que fuese para toda la humanidad.
...

Un arma láser no desecha casquillos. Tampoco deja marcas de estrías de cañón. No puede rastrearse. Era el mayor invento que su amigo había creado. El impacto le atravesó el corazón y cayó de rodillas. No tuvo tiempo de gritar. Tampoco de llevarse las manos a la herida. La moqueta áspera amortiguó el golpe de su cabeza inerte contra el suelo. Todavía sonreía.
Su amigo miró a su alrededor y esperó inmóvil un segundo. No ocurrió nada. No había nadie más en la habitación ni en toda la planta del hotel. Ya estaba hecho. Pero ahora que ya estaba muerto no podía hablar con él.
―No debiste volver ―pensó apuntándole todavía con el arma―. Estos días la gente te aplaude, porque no saben lo que el teletransporte significa. No puede existir algo así, y mucho menos que su funcionamiento sea de dominio universal. ¿Qué pasaría con los transportes, las agencias de viajes, los coches, motos, camiones, autobuses, trenes, barcos, aviones y naves espaciales...? ¿No habías pensado en ello? Hay demasiadas personas, empresas y gobiernos que ya lo han decidido. Y no pueden permitirlo, ni siquiera pagando por ello.
Su amigo guardó el arma y abandonó la habitación. No miró atrás. Salió y cerró la puerta.

Figura Sr. Spock Star Trek. Vulcan

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