La pregunta

Era de noche y hacía calor. La habitación estaba a oscuras, tan solo levemente iluminada por la luz de unas velas sobre la mesa. Era la segunda quincena de junio. Había sido el día más largo del año, y por ende aquella sería la noche más corta. La noche del solsticio de verano.

Había sido un año duro. Un año entero sin ella. Y era una noche especial. Pero no se sentía con fuerzas para decidir. Apartó de las llamas la nota en la que había escrito su nombre y debió otro sorbo de whisky con agua. Dejó el vaso junto al pequeño cactus de la mesa, y cerró los ojos. Todavía no estaba preparado para quemar sus recuerdos.

Por la ventana medio abierta, con una de sus hojas cerradas, se coló un tintineo en la habitación. No lo oyó. Tenía otras cosas en las que pensar. Una pregunta que necesitaba formular. Reordenaba las palabras y cambiaba el tiempo verbal de la frase que hacía horas tenía en mente. Todavía no era consciente que le daba vueltas a un pensamiento cuyo significado hacía rato que había olvidado.

Al cabo de un momento se repitió el tintineo, luego un susurro. Lo oyó, o al menos creyó oírlo, y miró con curiosidad a su alrededor. ¿Qué había sido eso? No importaba. Mandó callar a su mente y se percató de su olvido. ¿Cuál era la pregunta? Cerró los ojos. Apretó fuertemente los párpados y respiró profundamente. Nada. Se había ido. La había perdido.

Se concedió entonces un momento para pensar. Un minuto de reposo. Levantó la vista y lanzó su mirada a través de la media ventana abierta. Junto a ese vacío, el espejo formado por la oscuridad y el cristal de la hoja cerrada, se sorprendió al encontrar su propio reflejo. Junto a él había un extraño brillo en el que no reparó lo suficiente. Pero en su propio reflejo vio sus ojos y en ellos sus dudas, y allí comprendió su temor y su debilidad. Y tomó conciencia de que no era la respuesta lo que le atormentaba, sino el silencio.

De nuevo, la pregunta.
¿Cuál era la pregunta? le dijo el susurro. Las ideas se infiltraron en su mente. Comprendió que sentir su recuerdo era más real que ver la foto de su escritorio. Algo apartó su miedo y lo vio claro. Tan evidente como el significado de sus días. Porque nada cabía esperar de la nada. Pero si liberaba sus palabras tendría que atenerse a las consecuencias. Y volver a verla lo valía todo. Incluso la locura de hablar con su foto.

Sonrío. Ella también sonrió. No era un trozo de papel encerrado en una cajita de madera y cristal sobre la mesa. Era ella quien le hablaba. Sus labios no se movían, pero él oía su voz. No cabía duda. Se levantó decidido y fue hacia la ventana. La abrió totalmente y se dejó caer. No fue un salto. Tampoco gritó. Ella le estaba esperando. Ahora ya tenía la certeza. Ya no necesitaba escuchar su respuesta.

En la habitación vacía tomó forma la Bruja. Todavía sonreía. Miró entorno suyo e instintivamente acarició las pulseras que tintineaban en su mano derecha. Respiró satisfecha.
Otro estúpido mortal que se ha dejado engañarse dijo.

Aquella noche no sería el único que la convocaría con los elementos adecuados. La Bruja olió sus dedos manchados con la tierra del cactus, tocó el agua de la copa, y apagó las velas con un chasquido. Luego se marchó. No había tiempo que perder. Era hora de continuar su búsqueda de almas atormentadas. La noche de San Juan acababa de empezar.


Escultura bronce pensando


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