El vendedor de zapatos

Día 4
Llevaba horas corriendo, feliz como el niño que estrena zapatillas nuevas, cuando decidió que lo mejor era regresar a casa atajando por el barranco del Tejo. 
Había corrido alguna vez por allí, hasta el Tejo que 30 metros más abajo daba su nombre al lugar y no le gustaba. Era un punto de encuentro de senderistas y ciclistas que lo dejaban todo perdido con los restos de los envoltorios de sus barritas energéticas, botellas de plástico y latas de refrescos. Por eso prefería las laderas superiores.

Corrió hasta llegar a la altura del árbol y sin dejar de trotar se detuvo y respiró profundamente. Comprobó en su reloj la distancia recorrida, los pasos acumulados, las calorías consumidas y el ritmo cardíaco. Era hora de volver. Giró sobre sus pasos y emprendió el camino de regreso a casa.

De repente, sus zapatillas nuevas resbalaron. Perdió el equilibrio y cayó por el barranco. Nunca le habían asustado las alturas pero sintió vértigo. Vivió tres segundos eternos a cámara lenta hasta que llegó abajo. Allí, en el suelo, una lata de aluminio se aplastó con el impacto.

En su cabeza se abrió una brecha de unos cinco centímetros de largo. Durante un segundo sintió dolor y tomó conciencia de lo ocurrido. Quiso moverse y gritar, pero su cuerpo y su voz ya no eran suyos. Una sombra espesa e informe se fue formando en la arena seca, creciendo lentamente bajo su cabeza. Sus pupilas, ajenas a su voluntad, se dilataron.

Día 3
Había sido ascendida a ejecutiva hacía dos días y ya echaba de menos sus bailarinas. El horario, el sueldo, el lavabo vip, y la plaza de aparcamiento eran geniales. El aparcamiento lo sería más en cuanto se comprase un coche. Pero echaba de menos su ropa y sus zapatos de siempre. Odiaba usar traje y odiaba llevar tacones.
Necesitaba sentirse más ágil. Así era imposible correr, e imposible evitar que otros pasajeros se colasen delante de sus narices en las escaleras mecánicas o en las mismísimas puertas de su vagón del metro. 

No podía perder el tren. Corrió. Saltó. Pero el tacón se enganchó con algo en el suelo. Las puertas ya se estaban cerrando y no pudo luchar contra la física del movimiento. Su cuerpo continuó hacia adelante la inercia de su carrera.

Las puertas quedaron casi cerradas mientras el coche iniciaba su marcha. Los demás pasajeros comenzaron a gritar. Quienes estaban más cerca de ella creyeron escuchar algo como un chasquido; como el crujido de quien se ajusta los huesos de los dedos. Desde su asiento, en la cabecera del tren, el maquinista vio algo extraño y accionó el freno de emergencia. Los gritos de los pasajeros y el crujido de la mujer se confundieron con el chirrido de los frenos.

Sobre las puertas, casi todo el vagón y en las ropas de la gente quedó una pátina brillante y pegajosa; en el suelo, una alfombra de sangre. La policía forense necesitó dos bolsas para retirar los restos de la mujer.

Día 2
Hacía un viento terrible y las autoridades habían recomendado entrar a casa las macetas de los balcones y dejar bien cerradas las ventanas. 
Pero no importaba el frío ni la lluvia. Su trabajo estaba en la calle. Siempre había alguien a quien convencer para sacarle el dinero. Lo único importante era presentarse hecho un pincel. Además aquel día no podía fallar. Sentía que iba a triunfar con sus zapatos nuevos.
Y eso que el niñato de la zapatería no se enteraba mucho. ¡Y qué desagradecido! Encima que le había dado una lección gratis sobre técnicas de ventas.

Caminaba a la búsqueda del primo del día, cuando de pronto una ráfaga de viento cerró de golpe una ventana en un tercer piso de la acera de enfrente. El cristal se partió y cayó a la calle. Afortunadamente no había nadie debajo. Los fragmentos se esparcieron sobre la acera formando una miríada de irregulares y diminutos puntitos de cristal.

Gradualmente se fueron escuchando a lo largo de la calle portazos de otras puertas abiertas que se cerraban bruscamente. Instintivamente miró hacia arriba para comprobar si había alguna otra ventana peligrosa y descubrió una maceta que iba a caer unos metros delante de él. Se detuvo y rápidamente se giró para protegerse la cara.

Una corriente de aire había empujado la ventana hacia afuera, arrastrando al pequeño geranio y su maceta de cerámica. Por suerte la había visto y se había parado a tiempo. Pero eso daba igual. Como si hubiese un muelle bajo sus pies, sus zapatos le lanzaron justo bajo la maceta que caía. Murió bajo un pequeño puñado de tierra y una flor.

Primer día
Se había formado toda su vida como hechicero, brujo y nigromante y odiaba a la gente. Pero no encontraba trabajo de lo suyo. ¿A qué podía dedicarse? En un portal de ofertas online eligió un anuncio de empleo al azar. Se saltó el proceso de selección, y la entrevista fue casi innecesaria. La reclutadora ya sabía que era él la persona que estaban buscando. Luego él se prometió a sí mismo que no volvería a usar sus artes para conseguir otro empleo.

Su primer día como dependiente en la tienda de zapatos no fue mal. Excepto por ese tonto corredor dominguero, una pija desagradable y un estúpido vendedor. Pero se había contenido y no les había invocado ningún mal. ¿O sí?




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