El televisor

Marco miró de nuevo la nota que llevaba en la mano y luego alzó la vista otra vez a la placa de la calle donde estaba. Pietro se lo confirmó a Gabi asintiendo con la cabeza. Los tres estaban de acuerdo. No había duda: allí era.

―¿Vas a traer ahora tu maleta? ―le dijo Pietro―.

―Aún no estoy seguro. Primero me gustaría ver cómo es por dentro.

Marco había conocido a Pietro y Gabriel en el tren. Los tres habían conseguido una beca para terminar sus estudios en la universidad, y Pietro y Gabi le habían ofrecido a Marco quedarse con ellos en el piso que habían alquilado. Marco había accedido a ver el piso antes de ir a la residencia de estudiantes, pero justo al bajar del tren se le había roto una de las ruedas de su trolley y la había tenido que dejar en la consigna de la estación a la espera de decidir si se instalaba en el piso con sus nuevos amigos o en la residencia.

No tardaron en encontrarlo. El piso estaba bien situado en el centro de la ciudad, en una zona de antiguas viviendas en pleno barrio antiguo. Marco llamó al timbre, y un hombre se asomó al balcón del segundo piso apenas un segundo.

―¡Deben de ser los estudiantes…! ―dijo una voz de señora mayor desde alguna parte del edificio.

―¡Está abierto!―añadió un señor mientras se abría sola la puerta.
―Huele un poco mal…¿A humedad o a muerto?
―¡Calla, hombre! ―le dijo Gabi a Marco mientras entraban los tres jóvenes en la finca.
―No, no, creo que tiene razón… ―dijo Pietro entre risas.
―¡Aquí arriba, jóvenes!―les gritó el casero desde el hueco de las escaleras del segundo piso―. Umm, veo que me habéis hecho caso y sois tres. Ya os dije que el piso tiene tres habitaciones.
―Nuestro amigo no tiene claro si se va a quedar o no ―dijo Pietro mientras subían.
―¿Ah sí? ¿Y eso por qué?
―Tengo que pensarlo ―dijo Marco.
El casero murmuró algo desde arriba pero ninguno de los chicos pudo entenderlo.
―La casa tiene tres habitaciones y el precio es el mismo tanto si sois dos como tres… ―dijo luego de murmurar algo otra vez―. A mí igual me da. Vosotros veréis... Aquí la tenéis. Cocina completa, un baño y agua caliente. En las habitaciones tenéis toallas y mantas. También hay un teléfono y una estufa en el salón...
―¿Tiene wifi o tele por cable? ―dijo Marco.
―No ―dijo el hombre girándose lentamente mientras mascullaba algo entre dientes―. La tele no funciona. La semana pasada estuvo lloviendo sin parar y hubo una subida de tensión, o algo así. No funciona. No la conectéis. Tienen que venir a verla los del seguro para tasarla antes de cambiarla.
Los tres chicos se miraron entre ellos y se encogieron de hombros.
―De acuerdo. ¿Y esas maletas de ahí? ―dijo Pietro señalando unas mochilas y maletas de un rincón del salón.
―Son de los chicos que estaban en el piso antes que vosotros. Se han ido, quiero decir que se fueron sin pagar... el último mes. No creo que vuelvan. Luego subiré a por ellas. Aquí tenéis vuestras llaves ―dijo el casero mientras salía y les dejaba a solas.
―¡Vaya morro que tiene ese tío! ―dijo Marco cuando se quedaron solos―. ¡Esta tele tiene más polvo que la casa de mi abuela! Seguro que les dice lo mismo a todos los estudiantes que vienen para no tener que cambiarla…

Pietro y Gabi ocuparon sus habitaciones. Todas disponían de una ventana que daba a la calle por la que todavía entraba la luz del atardecer. Marco se acercó a oler el sofá y pasó una mano por encima. Tenía algo de polvo y olía a viejo y a tabaco. Luego se asomó a las habitaciones de sus amigos. El baño olía a una mezcla entre lejía y pino. Levantó la tapa del váter y tiró de la cadena. La cisterna se vació rápidamente y luego se llenó con un molesto silbido. Abrió el grifo del lavabo y se mojó dos dedos. El agua salía limpia y fría. Toda la casa olía raro. Pero era cálida. No hacía frío. Después volvió al salón y volvió a empujar el asiento del sofá con las manos. La esponja se hundió fácilmente con su presión y recuperó su forma lentamente. Acercó la nariz a la zona del asiento y olió allí. Luego retiró la cara soplando con fuerza por las fosas nasales como queriendo expulsar el aire que había respirado. Hizo una muesca de asco y se sentó en el centro del sofá, donde parecía que los asientos habían sido menos usados. Frente a él quedó el televisor. Era un aparato antiguo, quizá de los primeros con mando a distancia. No se distinguía la marca, pero se veía lleno de polvo, con algunas huellas de dedos y manos en el marco y la pantalla.

―¿Te quedas, verdad? ―le dijo Pietro a Marco entrando en la habitación― ¿Qué te parece el piso? ¿Está bien, no?
―Sí. Bueno. No lo se todavía. No lo tengo claro.
―Ah… Bueno. Cómo quieras ―dijo Gabi―. Este iba a ducharse y yo quería vaciar la maleta. Luego saldremos a cenar. Vente si quieres y lo decides después.
―Bueno. De acuerdo ―le dijo Marco mientras jugaba con el mando a distancia de la tele.
Pietro miró a Gabi y le hizo un gesto con la cabeza para que le acompañara a la habitación.
―¿Es un poco raro, no?
―Es normal. Piensa que acaba de conocernos. Es normal que no se fíe de nosotros.
―Chicos ―dijo Marco desde el salón―. Salgo a por unas cervezas para invitaros y hablamos del piso.
―Genial―le dijo Pietro desde su habitación― ¿Ves como solo necesita un poco de confianza?
―Esperemos que se quede― le dijo Gabi.
―El piso es genial. Ya verás como nos quedamos todos...

El piso no estaba mal, pensó Marco. Iba a levantarse del sofá cuando sin pensarlo pulsó el botón rojo del mando a distancia. El televisor se encendió. Se oyó un zumbido extraño y la pantalla se encendió un microsegundo, como si lanzase un destello. Brevemente se iluminó toda la habitación y la luz pareció absorberlo todo. Durante ese instante Marco se quedó cegado. Luego parpadeó varias veces y miró a su alrededor. Todo estaba igual, pero distinto. Parecía sin color, como una antigua película en blanco y negro. La pantalla del televisor se volvió gris y empezó a emitir un zumbido en aumento.
Marco recorrió con la vista el mando buscando el botón rojo para apagar el aparato. No lo veía, o ya no estaba allí. No podía saberlo porque no había color. Todos eran grises sin letras ni símbolos. Presionó algunos de ellos instintivamente pero sin resultado. Nada. No respondía. El sonido era ensordecedor. Un pitido de ruido blanco cada vez más fuerte.

Y entonces Marco tomó conciencia de que no podía moverse. Su cuerpo estaba inmóvil en el sofá, como pegado al asiento. Sus dedos no respondían a su voluntad. Ni sus piernas. Ni sus labios. Y ese sonido le golpeaba el cerebro. Su cuello y su cabeza tampoco podían moverse. Y el silbido era como si le taladrara la cabeza. Cada vez más fuerte. Tan fuerte que casi no podía oir sus propios pensamientos. Quería moverse, levantarse, hablar, gritar, pero no era capaz. No podía moverse. Su cuerpo no era suyo. Y el sonido del televisor no paraba de aumentar.

―¡Pietro! ¡Gabi! ¡Socorro!―quiso gritar a sus amigos. Pero no ocurrió nada. No salió ningún sonido de su boca.
El volumen del televisor envolvía toda la habitación. Parecía que nunca iba a dejar de crecer.
―¡Pietro, Gabi! ―Nada. ¿Acaso no le oían? ¿o era él quien no podía hablar? ¿Sus labios se movían o seguían pegados?

Su respiración agitada le hacía latir con fuerza el corazón. Los nervios por sentir que no podía moverse tensaron sus músculos. Sentía la boca seca. La lengua pegada al paladar. Le dolían los brazos y las piernas, el cuello y la mandíbula. No podía moverse. Y entonces, en la desesperación que le asfixiaba distinguió a su lado la sombra de otra persona. Otro joven inmóvil, con sus ojos igualmente envueltos en la locura de quien no puede gobernar su cuerpo, ni su tiempo. Quiso girarse para mirarlo pero solo con el movimiento de los ojos no podía distinguir mucho más. No podía sino intuir que estaba allí. Y al otro lado comprendió que había otro muchacho, y tal vez otro más en la habitación, quizá cuatro o tal vez cinco jóvenes como él, chicos y chicas inmóviles repartidos por todo el salón. Prisioneros del maldito televisor.

EPÍLOGO
Pietro y Gabi esperaron que volviese Marco casi una hora. Luego salieron a conocer el barrio y a cenar.
―Te dije que ése no volvería.
―Tienes razón, Gabi. Pero yo solo digo que no hacía falta inventarse una historia. Bastaba con decir que pasaba de nosotros y que se quedaba en la residencia de estudiantes.
―Bueno allá él. ¿Te parece si volvemos ya? Yo me voy directo a la cama. Mañana tenemos que deshacer las maletas y decirle a nuestro tutor que ya estamos aquí...
―Yo todavía no estoy cansado ―dijo Pietro―. Cuando volvamos podíamos enchufar la tele y escuchar esos ruiditos extraños que dice el casero que hacía, jajaja… Con eso seguro que nos quedamos fritos en el sofá.

Un mes después, el equipaje de las taquillas de la estación que no había sido retirado fue llevado a la oficina de objetos perdidos. Allí el operario vació su carrito con las maletas abandonadas en la estación. En aquel almacén pasarían por lo menos otro mes más antes de salir a subasta. Al depositar una de ellas quedó colgando la etiqueta “Marco Z. - estudiante”.









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