Risas

Carcajadas sin fin, continuas. Haciéndome batir las mandíbulas hasta sentir dolor en la cara, al final de la dentadura, en el hueco dónde un día el dentista me arrancó las muelas del juicio. Y yo cerraba los ojos, y apretaba los párpados, porque temía que se saliesen los ojos de sus cuencas de tanto balancear mi cuerpo hacia delante y atrás. Y golpeaba como un simio la mesa frente a mí con mis manos. Acompasando mi risa con los golpes como si yo mismo me aplaudiese, por mi propia estupidez, porque en ese momento y por suerte no había nadie más conmigo. Y no podía parar de reir, tal vez gritar. Y era de satisfacción, de liberación y alegría.
Y entonces tomé conciencia de lo imbécil que había sido, y que en todo ese tiempo me había convertido en un auténtico esclavo de mi propia vanidad. Siempre la vanidad. ¿En serio en algún momento había imaginado otra respuesta? 
Y así me repetía una y otra vez sus palabras. Media vida esperando tener la ocasión y el valor de preguntarle qué sentía, y ella solo me dice: 
- Pero, ¡¿qué te has creído?!



*imagen vía pixabay OpenClipart-Vectors

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